Las redes sociales nos deparan la ocasión de tomar contacto con las personas más diversas, muchas de ellas interesadas en la masonería y con las que, en ocasiones, se termina por entablar una extraña relación, digo extraña porque en muchos casos ni se llega a saber si se habla con un hombre o con una mujer y ni tan siquiera se traspasa el umbral de lo virtual. Cosas de ese extraño sentido de la privacidad en el que nos movemos en un mundo cada día menos privado.

Una de esas personas a las que me refiero, me comentaba que una de las cuestiones que le hacían plantearse el solicitar, o no, la entrada en masonería tenía que ver con el enorme temor que sentía a la ceremonia de la iniciación, temor que nacía no de tener que someterse a las pruebas que conlleva sino al hecho de tener que hacerlo con los ojos vendados, tal y como había visto en algunos vídeos y leído en varios artículos.

La verdad es que me resultó chocante el temor de la persona en cuestión pues puedo entender como normal un cierto temor a enfrentarse a pruebas desconocidas, pero no a que tal naciese del hecho de tener que hacerlo con los ojos vendados.

Traté de llevar al conocimiento de quien me interpelaba las razones genéricas sobre el ritual, sus significados, el valor de la iniciación, el sentido de la misma ….. es decir, todo aquello que se puede explicar sin desvelar la razón última del por qué las cosas son como son y no de otra manera.

Resulta bastante difícil, por no decir imposible, explicar el sentido de algunas cuestiones ritualísticas sin desvelar la razón de ser de las mismas ya que, roto el velo, hay momentos que dejan de tener la magia que tienen, pierden el real sentido para el que fueron pensadas y la razón última y genuina por la que se hacen así y no de otra manera.

La iniciación masónica tiene varios momentos de alta intensidad emocional para quien la vive como lo que realmente es, un renacer, y que una vez conocidos pierden no su sentido pero sí su enorme potencial simbólico y emocional, del que nace precisamente el que perduren en el recuerdo, y el que nos sirvan en momentos posteriores de nuestra vida.

En diferentes «encuentros» traté de llevar al ánimo de la persona con la que hablaba que a las pruebas de iniciación debe acudirse sin congoja, con el ánimo dispuesto a absorber todas las enseñanzas  que contiene y con la absoluta tranquilidad de que en ningún caso se trata de pruebas ni vejatorias ni que nos puedan dañar físicamente.

No se que habrá sido de mi comunicante pues hace tiempo que perdí su pista, pero he de agradecerle muy sinceramente que me  hubiese obligado a recordar algo que solemos dejar pasar con el tiempo, la necesidad de mantener determinados aspectos de nuestras ceremonias, no por el secreto en sí sino porque roto el velo, perdida la magia de lo nuevo, inesperado y sorprendente se pierde al mismo tiempo lo que se nos trata de enseñar con ellas.

Si nuestro espíritu no se encuentra convenientemente preparado para asumir en toda su profundidad aquello que vamos a recibir mediante la transmisión iniciática, quizás debiéramos plantearnos si realmente nuestro sitio se encuentra en una sociedad que sienta sus bases precisamente en ese carácter.

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