By Oren neu dag [CC BY-SA 2.5 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/2.5)], via Wikimedia Commons

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Hace un par de días un salvaje atentado sembraba el dolor en Francia y ponía en evidencia la fragilidad de la vida humana ante la barbarie disfrazada en esta ocasión de cuestión religiosa. El mundo entero se conmocionaba porque los muertos eran simplemente unas personas que se dedicaban a mostrarnos la realidad desde una perspectiva humorística, ácida en ocasiones pero siempre desde esa visión más amable que concede el humor a las críticas, o a una  realidad que no nos gusta.

Junto a los dibujantes eran asesinados dos agentes de policía, uno de ellos musulmán y este simple hecho tiraba por tierra algunas de las razones esgrimidas por los asesinos. Decían que actuaban en contra de unos blasfemos que osaban poner en la picota el nombre de Alá, como si su dios les hubiese concedido el inmenso favor de pedirles que actuasen en su nombre en contra de aquellas personas. Pobres desgraciados incapaces de comprender  que si su dios fuese como dicen, ya se hubiese el mismo encargado de dar buena cuenta de los blasfemos, si es que realmente tal cosa puede existir más allá de la subjetividad de cada cual.

Nos rasgamos las vestiduras, las personas bien pensantes se echan las manos a la cabeza y dicen que claro, esto se veía venir, que nos van a islamizar, como si eso fuera peor que cristianizar o judaizar -no digo nada de otras religiones o formas de creencia que para los occidentales nos resultan más exóticas y por ello más amables- como si integristas y locos no los hubiera en todas y cada una de las religiones. Para muestra, y es sólo una muestra aunque todos conocemos muchas más, ahí tenemos a quienes se arrogan el derecho a decidir por otros y se dedican a asaltar clínicas abortistas, por supuesto en el nombre de dios, su dios. O aquellos otros que se creen con más derechos que nadie a habitar un trozo de tierra determinada porque así lo decidió su dios, y como es cosa divina no importa lo que hagan para que allí sólo vivan quienes ellos consideran dignos de ocupar una tierra «sagrada».

No es la religión, no nos equivoquemos pienso yo. Cualquiera de nosotras o nosotros conoce a personas creyentes en no importa que religión y que son absolutamente razonables, que consideran que eso de la creencia es algo privado y que, precisamente por ser privado, no debe interferir en la vida de nadie más que en la suya propia. Son personas que, seguramente, además de esa creencia en una suerte de trascendencia son capaces de pensar que por encima de ello está el ser humano, y que el humanismo es algo que se debe practicar antes y por encima de sus propios preceptos religiosos, porque es la única manera de que sus convicciones no lastimen a nadie, ni siquiera a ellos mismos.

No es la religión, sino el fanatismo, pienso yo, y el deseo de convertir la religión en un instrumento de poder y de dominación. Algo que, según dicen sus textos sagrados, va en contra de sus principios fundamentales ya que todas, absolutamente todas, dicen que son la expresión máxima del amor (perdón por no ponerlo en mayúsculas, pero me da un poco de corte, como cuando hablan de la verdad y también la ponen con mayúscula).

Llegado a este punto me doy cuenta de que es posible que el problema sí sea la religión y lo que único salvable y admisible sea la creencia, porque aquella es grupal y esta es personal. Aquella es expansionista y esta es intimista. Aquella puede degenerar en la animalidad de la masa y esta se refugia en el interior de la persona que la practica.

En todo caso mejor pensemos que el Ser Humano es lo más importante, lo único importante, y practiquemos el humanismo. Nos irá mucho mejor a todas las personas por encima de nuestras creencias muy respetables cuando se circunscriben a cada uno de nosotros, o a nuestro ámbito privado, y cuando consideramos que el resto de la humanidad tiene derecho a ver a cada uno de nuestros dioses de la manera que mejor le parezca, porque seguramente quienes consideramos blasfemos tengan una visión más real de ese dios al que cada cual adora, y que precisamente por esa adoración no somos capaces de ver objetivamente. Bueno, igual es que no quieren que los veamos objetivamente. Pensemos humanamente y olvidémonos de los dioses, aunque sólo sea por un momento.

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