English novelist and critic Virginia Woolf (1882 - 1941), 1902. (Photo by George C. Beresford/Hulton Archive/Getty Images)

English novelist and critic Virginia Woolf (1882 – 1941), 1902. (Photo by George C. Beresford/Hulton Archive/Getty Images)

Solemos referirnos a la libertad de conciencia como la libertad de concebir, desarrollar y disfrutar de cualquier idea sin limitaciones externas. Es, por lo tanto, el reconocimiento de la capacidad del ser humano de pensar por sí mismo.

Aunque sus precedentes históricos son remotos, y podemos encontrarlos tanto en la filosofía griega como en la India del siglo III a.C., la expansión del cristianismo por el continente europeo, y en general de todas las religiones reveladas supuso una limitación evidente de dicha libertad. Si partimos de que hay una verdad revelada, no hay mucho más que discutir acerca de la misma. Así, y aunque quien esto escribe no es para nada partidario de definir a la Edad Media como los llamados siglos oscuros, es evidente que la libre conciencia no existía.

La reforma protestante del siglo XVI introdujo un elemento que acercaba otra vez al debate el concepto de libre conciencia, pero sin llegar plenamente a la misma: me refiero al libre examen de la Biblia que planteó Martín Lutero como base de su enfrentamiento con la Iglesia Católica. Ciertamente, el monje alemán reconocía el derecho de cada individuo para leer e interpretar la Biblia, llegando a las conclusiones que le parecieran adecuadas, pero partiendo, eso sí, de que la Biblia era la palabra de Dios. No era, por lo tanto, la libre conciencia lo que defendían los protestantes, aunque supusiera un avance sustancial en el reconocimiento de la libertad individual respecto a la doctrina católica.

La aparición de la masonería en Gran Bretaña en el siglo XVIII, coincidiendo con la Ilustración, supuso un avance sustancial, pero no definitivo, en la libertad de conciencia. La masonería exigía a sus miembros la creencia en Dios revelado, en una verdad superior, pero no especificaba cuál, por lo que, sin reconocer plenamente la libre conciencia, admitía la convivencia de dogmas basándose en el respeto mutuo y en búsqueda común de una verdad superior y unificadora, que quedaría plasmada en la figura del G.A.D.U.

Creo sinceramente que no es hasta la aparición de la masonería adogmática, es decir, aquella que no exige a sus integrantes la fe en ninguna verdad revelada, que no entramos de pleno en el reconocimiento de la libre conciencia. En el momento en que prescindimos de la figura de un ente superior, pongámosle el nombre que le pongamos, que nos dice cuál es la verdad, la libre conciencia se convierte en el rechazo abierto a todo dogmatismo. ¿Quiere esto decir que la libre conciencia es sinónimo de ateísmo? No, en mi opinión. La libre conciencia de cada uno puede llevarle a concebir que existe la verdad revelada, al igual que lo contrario. Es, simplemente, la negación de que solo puede haber una verdad, y además porque ésta es obra de un ser supremo.

Para acabar, quisiera recalcar que la libre conciencia no es nada sin la libre expresión. Siendo el ser humano como es un ser social, de nada sirve reconocer el derecho a pensar por uno mismo si no se reconoce el derecho a expresarlo libremente. Decía un inspector de la Brigada Político Social franquista a un detenido por propaganda subversiva: “Usted siga pensando todo eso que piensa, ¡¡pero no se lo cuente a nadie, por Dios!!”. Evidentemente, de poco vale pensar libremente sin ninguna traba intelectual si hay trabas legales o físicas para impedir expresarse. Por eso, la libre conciencia es en realidad la base fundamental de toda sociedad que aspire a la libertad de todos sus integrantes.

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