El pasado miércoles 3 de noviembre se cumplieron 70 años de la muerte, en Montauban, Francia, del presidente Manuel Azaña Díaz. Según contaron la gente que estuvo presente en el momento de la muerte del último presidente gobernante de la II República, el ambiente era desolador, con un intenso frío, huyendo de los servicios secretos del gobierno de Franco confabulados con los del general Petain, en una tierra hostil que había sido amiga, con la consciencia perdida, con el miedo de que su familia, amigos y colaboradores fueran apresados.
Ese hombre, Manuel Azaña, intelectual generoso que gobernó sin ambición, por compromiso y entrega a su patria murió como un fugitivo, como un delincuente perseguido y acosado. Antonio Machado explicó en una texto de Mairena lo que movía a este grupo de republicanos que consiguieron el primer periodo democrático de la historia España, decía el poeta:

…Unos cuantos hombres honrados, que llegaban al poder sin haberlo deseado, acaso sin haberlo esperado siquiera, pero obedientes a la voluntad progresiva de la nación, tuvieron la insólita y genial ocurrencia de legislar atenidos a normas estrictamente morales, de gobernar en el sentido esencial de la historia, que es el del porvenir. Para estos hombres eran sagradas las más justas y legítimas aspiraciones del pueblo; contra ellas no se podía gobernar, porque el satisfacerlas era precisamente la más honda razón de ser de todo gobierno: y estos hombres, nada revolucionarios, llenos de respeto, mesura y tolerancia, ni atropellaron ningún derecho ni desertaron de ninguno de sus deberes. Tal fue, a grandes rasgos, la segunda gloriosa República Española, que terminó, a mi juicio, con la disolución de las Cortes Constituyentes. Destaquemos este claro nombre representativo: Manuel Azaña.

Ahora resulta que a una figura tan importante de nuestra historia le hacen una exposición, así, de tapadillo. El Ministerio de Cultura en vez de situarla en la capital la hará en su ciudad natal, Alcalá de Henares, en el Archivo General de la Administración. Y es que parece que borrar su memoria es una constante en la España franquista y postfranquista. Incluso a un pueblo que se llamaba Azaña se le cambió el nombre tras la Guerra Civil por el del batallón franquista que lo conquistó. Su nombre original, desde el año 1100, nunca ha sido repuesto.  El día que Manuel Azaña fue enterrado ya predecía que el olvido era su destino. Sobre su ataúd no pudo ir la bandera española tricolor, el gobierno francés lo impidió. Los pocos fieles que asistieron a su sepelio forraron su pobre caja de pino con la bandera mejicana. La república de los Estados Unidos de México, la república hermana que conquisto la libertad con Morelios e Hidalgo  a los Borbones, recogía así, al igual que hizo con miles de exiliados republicanos, al intelectual, político y dirigente progresista mas honesto que ha dado España.

Relato de los últimos días del presidente Azaña 

Masonería Mixta Internacional

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