Arnold Böcklin, El Bosque sagrado, 1882 |
Podría comenzar con una perogrullada, la diferencia entre un iniciado y un no iniciado radica precisamente en eso, el primero ha pasado unas pruebas que le confieren el derecho a pertenecer a un determinado grupo, el segundo no. Aquí podría terminar la historia aunque evidentemente no se trata de evidenciar una cuestión de perogrullo sino de adentrarse en las diferencias que puedan existir entre dos personas en las que se den las circunstancias apuntadas.
Para nuestra Real Academia un iniciado es, bien quien comparte el conocimiento de algo reservado a un grupo limitado, bien aquel que pertenece a una sociedad secreta. Es evidente para todos que la segunda acepción no tiene nada que ver con nosotros y que es muy improbable que quienes hicieron la propuesta de este trazado pensasen en esta opción; queda por tanto la cuestión cerrada a la primera de las acepciones aunque, desde mi punto de vista, se trate de algo que tampoco tiene demasiado que ver con lo que es y representa la masonería hoy en día. Todos sabemos que nuestro secreto es que no hay secreto así que no parece que la respuesta vaya por ese camino.
A lo largo de la historia han existido sociedades iniciáticas tanto en oriente como en occidente, en realidad en cualquier sociedad se dan este tipo de rituales pero entiendo que debemos llevar nuestra reflexión por otro camino y centrarla, de forma exclusiva en la masonería y más concretamente en una manera muy determinada de entender el trabajo masónico como es el de nuestra Orden.
Quienes nos sentamos en las columnas de las logias no compartimos, en la actualidad, secreto alguno, aunque sí conocimientos. Conocimientos que vienen de una larga tradición y a los que incorporamos los trazados en los que, hermanos y hermanas, nos explican como entienden el discurrir por la vida de la mano de las herramientas de trabajo masónico, y que son diferentes, y complementarias, en cada uno de los grados por los que vamos pasando en nuestro camino en pos de un conocimiento que nunca llega a ser total, y que, precisamente por eso, debemos estar en situación de aprendizaje permanente, ser siempre aprendices ostentemos el grado que ostentemos.
Quienes ocupamos las columnas de la francmasonería universal, los iniciados en nuestros diferentes ritos, compartimos, además, algo más que el conocimiento de unos símbolos y su traslación a nuestra vida personal y profana. Hablo de una filosofía, una manera de entender las relaciones entre hermanos libremente escogidos y hacia aquellos con los que nos relacionamos en el mundo profano. No vamos a negar la existencias en ese mundo de personas que comparten los mismos valores que nosotros, sería pueril y hasta me atrevería a decir que poco masónico, aun cuando no hayan sido iniciados, son los que denominamos “masones sin mandil” que deben cargar con la carencia que supone la falta del conocimiento dado por el componente iniciático y simbólico de nuestras Órdenes u Obediencias.
Se nos inicia para comenzar una andadura en pos del conocimiento y la búsqueda de la luz que nos lleva a poner en práctica los ideales de libertad, igualdad y fraternidad sin que por este hecho esperemos ningún tipo de rentabilidad o recompensa. Quizás en esto se encuentre la clave, el quid de la cuestión. Al iniciarnos, renunciamos a los metales y con esta renuncia, asumimos que, de nuestro trabajo nunca se van a derivar beneficios personales más allá de los estrictamente espirituales.
Muy buenas definiciones de la iniciación. Lo más importante es que es una decisión personal y voluntaria, que compromete ya la vez libera para siempre el espíritu.