Leo en la sección de novedades editoriales en Management de una revista -de esas que circulan por los departamento de Recursos Humanos-, la reseña de un libro que lleva el título de “Aprenda de la mafia, para alcanzar el éxito en su empresa (legal)” escrito por Louis Ferrante, exmiembro del clan mafioso Gambino de Nueva York tras pasar ocho años en la cárcel.

 
La reseña que hace esta revista del libro no tiene desperdicio. Se pregunta “¿Seguir los consejos de un ex mafioso? ¿Por qué no?” Se contesta. “Al fin y al cabo, un capo de la mafia sabe más sobre el auténtico liderazgo que cualquier consejero delegado de una empresa grande.” Afirma. Y cierra su sinopsis: “El libro recopila consejos prácticos, valiosos y que ayudan a desenvolverse en el complejo mundo de la empresa”. Miedo me da.
 
Los masones nos preguntamos con frecuencia si los valores que defendemos están en vigor y si sirven como guía frente a los que parecen estar en pleno auge, por ejemplo en el mundo de los negocios, avalados por los denominados gurús y escuelas de negocios -a los que ahora viene a sumarse el “modelo mafioso”- y siempre concluimos en que esos valores gozan de plena vigencia aunque de inexistente aplicación. A juzgar por las noticias que leemos y vemos en los medios de comunicación. 
 
Leonardo Sciascia, profesor, escritor y periodista, y sobre todo siciliano, dejó escrito que “La mafia no es más que capitalismo de lo ilegal, mientras que el capitalismo es la mafia de lo legal”. Y hoy esa parece ser una regla cuasi universal en la gestión de las grandes corporaciones: desde las financieras, como el Barclays o el Deutsche Bank, que alteraron durante años el Libor -estafando con ello a millones de clientes- a las lácteas o las constructoras o las eléctricas, que actuando como un clan (oligopolio) pactan los precios para eliminar la libertad de negociación de sus proveedores o clientes. 
 
Pero, ¿esto ha sido siempre así? Sí. Esto “ha sido siempre así”, aseguran muchos. Y se equivocan. No siempre ha sido así. De hecho fue al contrario: los negocios se regían por una moral muy estricta y el que la trasgredía se exponía a quedar “fuera del mercado”. La moral de los negocios era parte de la moral del hombre, formaba parte de la formalidad como virtud burguesa: esa por la cual había que vivir correctamente como ejemplo de la “corrección” con que se dirigía el negocio y todo lo que llevaba aparejado de trato comercial.

La moral era cultivada como virtud personal y comercial, de modo que “no ha habido nadie en nuestra familia que haya roto su promesa en el cumplimiento de contratos […]. Los nuestros han observado siempre la mayor sencillez y sinceridad en la firma de contratos, y ello les ha hecho merecedores de gran fama en Italia y en el extranjero”, presumía Leon Battista Alberti en la Génova del XV, para añadir sobre la actividad comercial que: “Toda compra o venta ha de estar presidida por la sencillez, la fidelidad, la sinceridad y la honradez, tanto en tratos con extraños como con amigos; los negocios han de ser claros y concisos”. A esto lo llama la onestá, y sería la principal virtud burguesa, en lo comercial y en lo personal. Pues una era reflejo de la otra.
 
Qué lejos quedan aquellos valores de “sencillez, fidelidad, sinceridad y honradez” de lo que hoy nos encontramos en esas cláusulas de letra nanográfica y lenguaje sólo al alcance de un abogado del Estado en los contratos que firmamos con bancos o telefónicas. Qué opacidad, qué farragosos.
 
Si hoy los valores de “sencillez, fidelidad, sinceridad y honradez” son conocidos, siguen vigentes y son aplicables, ¿por qué suenan utópicos? ¿Por qué nos sorprenden?

Ricardo.
Masonería Mixta Internacional

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