Con este concepto ejemplificaba Hannah Arendt la actitud de los que ante una situación política o social de represión abdican de su responsabilidad individual para sobrevivir en un dolce far niente de aceptaciones calladas ante las injusticias. Ella lo había señalado ya al principio del nazismo, cuando reprochaba a sus amigos y mentores Jaspers y Heidegger su acomodaticia postura ante este fenómeno y el olvido de su responsabilidad intelectual. Les achacaba su incapacidad para “pensar” en abierta oposición a su capacidad para “hacer ciencia”. Pues si no podía negar la capacidad intelectual sí podía negarles la capacidad para “pensar libremente”, como les era exigible por su condición y sacar las conclusiones evidentes que se derivaban de los postulados totalitarios del nazismo, en abierta contradicción con las ideas que defendían en sus cátedras.

Bertolucci lo muestra en El conformista, donde un respetado profesor de filosofía se afilia al partido fascista para desaparecer en la multitud sin perder su puesto en el mundo social y profesional. Es la acomodación del nihilista que acepta cualquier opción ética por pura supervivencia, en una ausencia total de criterios que no sean lo más inmediatos a su beneficio personal.

Y si los intelectuales abandonan su crítica y se adaptan a esa cosmovisión que sólo un sistema totalitario puede crear, ¿qué se puede esperar del resto de la población? Pues lo mismo que les es exigible a cualquier intelectual: “pensar”; que es una condición que se basa en valores éticos no en conocimientos. Pero sucede que la ética, no la creencia, se construye por un proceso reflexivo tan distinto al que es propio de la transmisión cultural, que la existencia de una ética personal independiente de los valores sociales tipo se convierte en una tarea de dificilísima realización. El hombre medio, el que vive el día a día en su trabajo y familia, apenas si reflexiona sobre por qué cree en lo que cree ni cuestiona si lo que se acepta como verdades evidentes cumplen con unos mínimos criterios éticos sobre el respeto a los demás.

Y en ese aspecto es como Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén se sirve de la figura de éste para representar a ese hombre medio al que nunca se le ocurre cuestionar moralmente lo que hace, porque es lo que le ha ordena quien tiene el “poder legal” para hacerlo. Es la aplicación de la “ley de obediencia debida” que con tanto éxito explotaron los asesinos de las dictaduras sudaméricanas cuarenta años después. Es “la banalidad del mal” que emplearía Arendt para ejemplificar esa renuncia a “pensar” que se da en los Eichmann de todo el mundo hasta convertirlos en genocidas. La que lleva al honesto padre de familia a delatar, linchar a su vecino porque es del grupo señalado como enemigo del Estado, del Pueblo, de la Raza…

El genocida del siglo XX no es un psicópata, ni un anormal. Es un padre de familia, integrado, respetuoso con sus jefes, fiel a su mujer, competente en su trabajo. Alguien con el que coincides en aficiones y preocupaciones diarias, con el que te cruzas al ir al trabajo o en la reunión de padres del colegio. Y eso es lo que preocupa y asusta tanto, que la idea de que “Eichmann no era […] Macbeth […]. A excepción de una diligencia poco común por hacer todo aquello que pudiese ayudarle a prosperar, no tenía absolutamente ningún motivo.” (1), remueve esa idea de que el totalitarismo nazi y sus campos de exterminio eran sólo la consecuencia de una serie de criminales psicópatas. Nada que ver con los “buenos ciudadanos” que nunca matarían sino es por la patria. Y eso es lo que hicieron los asépticos SS: matar por la patria, sin odio ni ensañamiento, con perfecta profesionalidad y siguiendo el plan que se acordó en la conferencia de Wannsee, y en la que Eichmann participó en su calidad de responsable de la Oficina Principal de Seguridad del Reich.

Como escribiría Salvador Giner “la mayoria de los humanos no son heroes y en el alma de muchos habita una inclinación a la obediencia maligna (…) Lo que Arendt demuestra es como la mediocridad moral, la cobardia de los débiles y la fácil obediencia rutinaria es la que transforma a la gente corriente en mansos brazos de la brutalidad y de la barbarie totalitaria” (2). Es la maldad del hombrecillo insignificante que cumple órdenes estupidamente, sin preguntarse ni por un momento su sentido ni el valor moral de las mismas. Es el hombre incapaz de hacer frente a su obligación moral de pensar y actuar en consecuencia; como lo haría el Dr. Stockmann. (3)

Lo que hay en los “Eichmann” es incapacidad para pensar, para sentir con el “otro”. Esto es, pensarse, tener la imaginación como para reflexionar y ponerse fuera de la propia idea, en lo que Kant llamaba “capacidad de juzgar”: que es saber formar juicios de validez general cuando no hay reglas por las que orientarse y éstas están tan deformadas por el pensamiento totalitario que parecen no existir. “Es el problema de la ausencia de moral” . El mal o la “banalidad” de ese hombre –Eichmann– es una cuestión de falta de juicio, de criterio, de sentir con otros, de empatía. Es la estupidez social individualizada en cada uno de los actos del sujeto que se adapta al rebaño, incapaz de generar una idea propia, una convicción que no sea la de “hacer lo que se me diga”.

Escribe Víctoria Camps en Hablemos de Dios (4) a Amelia Valcárcel que el mal descrito por Arendt sería tan radical que desafiaría al pensamiento de tal manera que sobre él “ningún pensamiento es posible, pues va más allá de la misma capacidad de pensar y juzgar del ser humano.” Escaparía a las previsiones establecidas en las leyes marcadas por Dios semejante actuación inhumana, pues Eichmann “no se dio cuenta de lo que estaba haciendo”. Y aquí no puedo estar de acuerdo con la interpretación que Camps hace de la idea de Arendt. Eichmann sí era consciente de lo que hacía. No era un loco al uso, ni un psicópata que disfrutase con el dolor ajeno. Era un honesto funcionario de un régimen totalitario que había establecido un criterio jurídico por el que una parte de la humanidad no era reconocida como tal, y por tanto su existencia estaba abierta a cualquier contingencia que marcase la autoridad. El comportamiento de Eichmann es pura irreflexión. Y en eso radica su maldad: en la estupidez socio-personal que le impide preguntarse ¿qué debo hacer? ¿Es lícito moralmente lo que se me pide?

La carta de Camps a Valcárcel y la respuesta de ésta andan, ambas, por el campo de si la existencia de Dios explica, justifica, excusa, permite o produce la existencia del mal. No lo sé. Y no creo que nos ayude a entender el mal que Dios, en cualquiera de sus múltiples variantes, ha ayudado a justificar, ni aporte mucho a entender el fenómeno. Como dice Valcárcel “El problema lo tienen los monoteístas aristotélicos, que han decidido que Dios es bueno además de único” . Allá ellos. Eso no da ninguna pista para entender el mal y sí para entender las miles de alternativas para hacerlo en nombre del “bien”. Pues como decía Pascal «Los hombres nunca cometen maldad tan alegre y completamente como cuando lo hacen por una convicción religiosa«. Que no es el caso de Eichmann, al menos aparentemente; o, sí lo es, si cambiamos convicción religiosa por convicción política. Imposible saberlo. Probablemente Eichmann hubiera actuado igual de haber estado en el KGB o en un tribunal de la Inquisición.

Por ello, el antídoto a la maldad es la duda. Dudar por principio de toda afirmación sobre lo que es bueno o es malo, de lo que es incorrecto o correcto, de lo que se debe o no se debe hacer para construir una escala de valores en que la premisa primera sea la de sentirse con el otro, a vivirse como una extensión de los sentimientos y anhelos de tus semejantes. Y esa escala de valores se hace por un proceso evolutivo de razonamiento y acuerdo sobre los beneficios que todos se reconocen entre sí; en el proceso de la construcción del Estado de derecho y de los Derechos Humanos.

He dicho.
Ricardo.

1 Eichmann en Jerusalén. Arendt, Hannah. De Bolsillo, 2005.
2 Historia del pensamiento social. Giner, Salvador. Ariel, 2008.
3 Un enemigo del pueblo. Ibsen, Henrik J.
4 Hablemos de Dios. Camps, Victoria y Valcárcel, Amelia. Taurus, 2007.

2 Comentarios

  1. Me ha parecido muy interesante esta nota/artículo firmado por Ricardo. Si me lo permite, y quizas con la humilde pretensión de regresar a la mirada masónica, quisiera ofrecer una nota extraida tambien de Hannah Arendt en su obra «Sobre la Revolución», (Alianza Editorial)
    Dice H. Arendt «… En este sentido, el curso de la Revolución americana tiene una historia inolvidable y nos enseña una lección única en su género; en efecto, esta Revolución no fué resultado de un estallido, sino que fué preparada por hombres que obraban de común acuerdo, y con la fortaleza que se derivaba de las promesas mutuas… »
    La fortaleza de las promesas mutuas, esa fortaleza solo es posible desde la capacidad de «compartir con pasión»
    Fernando

    Responder
  2. Estupenda reflexión. Pena que los no racionalistas, los que creen que lo bueno es lo establecido sin salirse de las normas, no lo lean. Pero la decisión de no salirse de las normas la toman ellos. ¿No son capaces de pensar, razonar por ellos mismos aunque estén dominados por las creencias inseminadas desde la cultura que les circunda que va calando como lluvia fina hasta que son incapaces de dudar? Creo más bien que es más cómodo y si además reporta beneficios…
    La duda es incómoda, requiere mucho análisis, estudio, cotejo con opiniones ajenas, discusión respetuosa para encontrar la parte de verdad del otro, y, sobre todo, es una cuestión de coherencia, aunque reporte problemas.
    Paloma

    Responder

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