Hace algunos meses se publicaba en este blog la entrada “Un puente entre creyentes y no creyentes”, en el que se hacía referencia a un dicho muy popular en el mundo anglosajón: “en las trincheras no hay ateos” y que traído a nuestra cultura sería: “ante la muerte todos creemos”. Por si acaso.
Este asunto de cómo gestionar este final inapelable es lo que en los últimos treinta años los psicólogos que estudian las creencias y la religión han dado en llamar la “Gestión del Terror”. Con este enfoque se quiere entender cómo los humanos elaboramos los procesos de pensamiento cuando nos vemos abocados ante una situación de estrés extremo: enfermedad terminal, accidente grave, guerra…, en los que nuestros mecanismos psicológicos de coherencia ideológica -los que nos protegen contra el temor a la muerte- se ven desbordados y actúan de forma compensatoria.
El que el ser humanos sea el único ser, que sepamos, que es consciente de sí mismo, rompiendo ““la armonía” que caracteriza la existencia del animal”, según Fromm, es lo que nos pone en una situación en que “lanzado a este mundo en un lugar y tiempo accidentales, está obligado a salir de él, también accidentalmente. Captándose a sí mismo, se da cuenta de su impotencia y de las limitaciones de su existencia. Vislumbra su propio fin: la muerte. Nunca está libre de la dicotomía de su existencia: no puede librarse de su mente, aunque quisiera; no puede desembarazarse de su cuerpo mientras viva, y su cuerpo le hace querer estar vivo. […] El hecho de que tenemos que morir es inalterable para el hombre. […] tiene consciencia de este hecho, lo cuál influye profundamente en su vida.”
Dilema, aparentemente irresoluble, ante el que el ser humano ha elaborado dos alternativas:
- llenar de sentido teleológico la vida, o
- negar cualquier sentido último a la vida.
Por supuesto, tanto una como otra alternativa admiten muchas matizaciones, y no son, en mi opinión, incompatibles. E incluso podrían ser permeables.
Con la primera nos encontramos con que la creencia religiosa está presente en todas las sociedades y culturas desde que se guarda memoria y aporta beneficios a los creyentes, según informan estos, y nos encontraríamos con que este proceso teleológico es motivador en sí pues llena de significado la existencia y mantiene el sentido de que la vida está dirigida a un fin.
Por ello, las personas que se reconocen como creyentes tienen una tendencia a encontrar significados -“creencias teleológicas”- a lo que ocurre en el mundo: el “si Dios quiere.” O la confianza de que habrá un castigo o un premio al final de la vida. Esta posición ayuda a enfrentarse con la consciencia de la propia muerte y de la de los seres queridos. Hace más llevadero el sufrimiento terrenal y darle sentido a lo irracional de la vida o la historia. Sería lo que Viktor Frankl describiría en el Hombre en busca de sentido.
En el caso de la negación del sentido trascendente de la vida nos encontramos con que esa necesidad de tener una cosmovisión que dé significado y coherencia a lo que nos rodea se sustentaría exclusivamente en un miedo inasumible, si no es a través de elaboraciones fantasiosas.
Para los neurólogos -llegaría a decir Rita Levi-Montalcini- los propósitos finalistas que elaboran nuestra mente nacen junto con la evolución del cerebro humano, como una acción defectuosas del intelecto, que falto de datos para entender qué o cómo funciona la realidad “rellena” esas lagunas con suposiciones o construcciones que armen y den una explicación “coherente” a lo que percibimos, ya que el cerebro humano se maneja muy mal en situaciones de incertidumbre. Sería como un derroche de la capacidad racional para imaginarnos en el futuro. Algo que ya fue expuesto por Spinoza en su Tratado teológico-político en el XVII: “Los hombres nunca serían supersticiosos si pudieran gobernar todas sus circunstancias mediante reglas claras o si siempre fueran favorecidos por la fortuna, pero siendo enfrentados con frecuencia a circunstancias donde las reglas no tienen uso y siendo mantenidos con frecuencia fluctuando de manera lamentable entre la esperanza y la inseguridad de la fortuna, son por consecuencia muy dados a la credulidad”.
En cualquiera de las dos posturas la conclusión es la misma: creamos o no, hagamos lo que hagamos, la muerte es inevitable. Y en ambas posiciones esa “notabilidad de la mortalidad”, como la ha denominado la neuropsicóloga Tali Sharot, predispone a unos y otros a elaborar estrategias diferenciadas y complementarias para abordar esta angustia.
Para los creyentes el refugio estaría en seguir “la ley de Dios”, en ser fieles cumplidores de sus mandatos. En acatar su voluntad y ver en cualquier acto o circunstancia una manifestación de su poder y deseos, por extraños e incomprensibles que nos puedan resultar; en aceptar, en los casos más extremos, pasivamente, el estado de las cosas tal y cómo se nos ofrecen, pues tal es “el deseo del Señor”.
Para los ateos, sin ninguna utopía trascendente, sin nada que amortigüe su temor a la muerte, la existencia se limitaría a un proceso biológico de perpetuación como especie y a una pasable vida, que si es cómoda, mejor, hasta desaparecer de la manera lo menos traumática posible.
Y en ambos casos, hay creyentes y ateos, que por una u otra razón personal, se comprometen en la mejora de su vida y en la de quienes les rodean. Y en ambos casos y por motivos muy diferentes, pero confluentes, creyentes y ateos se unen en un anhelo común: dejar algo mejor detrás de sí de lo que encontraron.
En estos casos, cuando la dispersión de motivaciones se unen es cuando se cumple un deseo largamente enunciado en la masonería en beneficio de algo común a ateos o creyentes: la humanidad.
El puente, sería la humanidad. El método, la unión de lo disperso. La barrera, la intransigencia.
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