Es cierto que cuando acaba el tiempo del aprendiz, no hay valor más unánimemente aplaudido que el silencio. Así, en singular. No hay plancha de pase que no recuerde con emoción ese silencio voluntariamente aceptado en el que aprendimos tanto. Que nos sirvió para aprender a mirar adentro, para escuchar y aprovechar lo que oíamos, para respetar ideas y opiniones. Llega a tal extremo la elevación del Silencio (ahora en mayúsculas para no confundirlo con cualquiera otro) que de tarde en tarde, algún maestro se ve obligado a recordar que no es más que un precepto aplicable al aprendiz y que no sirve pretenderse aprendiz perpetuo, aferrados y protegidos tras el silencio.
Pocas veces en cambio, he oído una lectura pública en la que algún hermano aunque fuera de refilón, matizara esta pasión y recordara que el silencio no fue uno, ni constante; como casi todo en esta vida, el silencio también tiene sus períodos, hay uno inicial, cuando aún palpita en nuestra memoria la emoción de la iniciación y todo nos parece maravilloso.
Cada Hermana-Hermano, semeja un pozo de sabiduría, habla solo cuando se mejora el silencio, cada idea bordea la excepcionalidad, y cuando surge una duda, por pequeña que sea, la apartamos como a una mosca molesta. Pero en unos casos antes, en otros después, la decepción también acecha, y nos damos cuenta que aquella pregunta de la aplomación “qué harás si te decepciona la masonería” era mucho más que una simple pregunta, contenía una inevitable verdad. Porque ser masón es una voluntad, un camino, pero no garantiza que queden fuera nuestros perfiles, ideas, formas de ser, y a veces hasta pequeñas miserias.
Cualquier perfil que pueda hallarse fuera está adentro: el apresurado que quiere conocer otras masonerías antes de perder los dientes de leche en la nuestra, el masonólogo que puede precisar qué ritual se practicaba en febrero de 1832, pero a cambio necesita oír cada minuto las debidas alabanzas, el sufí-zen rebozado en Coelho… y así hasta donde queramos llegar. Y entonces, en esos primeros silencios, hay un momento en el que todos los aprendices (al menos en mi tiempo que éramos unos cuantos, así ocurrió) tuvimos momentos de duda. Decepciones, enfados, pensamientos negativos que no siempre eran reconducidos y se cocían en un silencio espeso, que no se rompía en los ágapes a pesar de la recomendación de todos los maestros para que aprovecháramos aquel momento de convivencia.
Algunos sucumbieron y se fueron, eran demasiado rápidos, demasiado inteligentes, demasiado susceptibles o no tuvieron la suerte de encontrar el maestro en el que apoyarse, al que llevarle los temores y explicarle nuestras miserias. En mi caso tuve suerte, tuvimos, mejor dicho, porque fuimos muchos los que acudimos a aquel cuyo perfil es el del trabajador incansable al que no se agradece su trabajo por considerarlo los demás obligatorio de tanta costumbre. Ese sobre el que no edificaríamos una iglesia, pero solo porque no lo somos, porque es piedra angular sobre la que asentar los cimientos del templo interior y el de la logia. Su apoyo, comprensión y paciencia, sirvió para que abandonáramos los silencios iniciales, el silencio ominoso, la falsa omertá, y nos refugiáramos en los silencios de comprensión que llegaron luego.
Por suerte, ese perfil también lo encontramos en casi todas las logias y solo se trata de buscarlo, y en el momento y lugar oportuno, apartar el silencio trampa y pedirle ayuda. A él y a todos los que como él han servido de apoyo y guía a los hermanos casi ciegos que alguna vez se han sentido perdidos quiero dedicarle estas líneas en la esperanza de alguna vez, ser capaz de transmitir una parte de lo que a mi me han transmitido.
Cierto que también hemos oído todos que no nos decepcione la masonería sino los masones
No nos cansemos en buscar fuera o exportar lo que debemos construir dentro.
De ese maestro debemos aprender también como queremos ser y de otros, quizás, como no debemos ser
Gracias queridos hermanos por “despertarnos” con vuestras lecturas