El 17 de diciembre de 1706 nació Emilie de Breteuil, más conocida como Mme du Châtelet. Murió el 10 de septiembre de 1749. En este último trance estuvo acompañada de los tres hombres más importantes de su vida: su marido, el liberal y tolerante marqués de Châtelet, y sus amantes, Voltaire y Saint-Lambert. Este artículo fue publicado en El País, el 16 de diciembre de 2006, coincidiendo con el 300 aniversario del nacimiento de Mme du Châtelet.
Si la vida de los humanos se midiera en siglos y no en raquíticas décadas, el 17 de diciembre cumpliría trescientos años Gabrielle-Émilie Le Tonnelier de Breteuil, que fue por matrimonio marquesa de Châtelet. ¡Y tantas otras cosas! Pero ante todo, por encima de todo, contra todo, se dedicó a la filosofía y no al prejuicio, a la ciencia y no a la superstición, a la pasión y no a la gazmoñería, al juego y no a la oración, a la felicidad y no al renunciamiento. No se entregó al confesor ni a la familia, sino a Voltaire. Y cuando años después comprobó que el enciclopedista, además de descuidarla por otras, ya flaqueaba a la hora sagrada del empuje erótico, se buscó un amante joven y vigoroso, incluso demasiado vigoroso quizás. Hizo bien, que caramba: chapeau!
Todo le interesaba,
desde los estudios bíblicos
a las matemáticas o el teatro.
Y, por supuesto, la música
El lector que se interese por
esta mujer genial debe leer
su Discurso sobre la felicidad
Han pasado tres siglos y hoy abundan las mujeres -no tantas como podría suponerse, desde luego, pero hay bastantes- que llevan sin especial alharaca vidas razonablemente semejantes a la de Madame de Châtelet. Seguramente no traducen la Eneida ni comentan a Newton, no discuten de física con los mayores sabios de la época mientras se codean con príncipes y se acuestan con duques, pero se las apañan bastante bien para ser cultas y libres. En los días de la divina Émilie, estos comportamientos eran mucho más insólitos e improbables. Ella fue pionera. Además de a su talento y su coraje intelectual, se lo debió a su padre: el barón de Breteuil, un viejo diplomático que la educó como a un varón en cuanto se dio cuenta de que era más lista que casi todos los varones que conocía. La misma Émilie reivindicó años más tarde ese derecho a la educación: «Si yo fuera el rey, reformaría un abuso que condena por así decir a la mitad del género humano… Haría participar a las mujeres en todos los derechos de la humanidad y sobre todo en los del intelecto… Estoy persuadida de que muchas mujeres o ignoran sus talentos, por el vicio de su educación, o los esconden por prejuicio y falta de coraje en su espíritu». De modo que Émilie aprendió latín, italiano e inglés. Todo le interesaba, desde los estudios bíblicos hasta las matemáticas o el teatro. Y también por supuesto la música, para la que estaba bien dotada: en las reuniones sociales, a la menor provocación, cantaba las arias de Issé con indudable excelencia.
A los diecinueve años la casaron con Florent Claude, marqués de Châtelet, y tuvo suerte otra vez. El marqués era un militar simple pero tolerante, que admiraba sinceramente a su mujer y pronto le concedió toda la libertad que en la época era compatible con el buen tono. Además era gallardo y apasionado, cosa que su mujer apreció al principio en todo su valor. Émilie hablaba de ciencia o filosofía con los hombres sabios, pero con otros que no lo eran tanto también encontraba formas placenteras de relación. Al marqués le dio un heredero y una hija, en rápida sucesión, de los que se ocupó sin entusiasmos maternales desbordantes pero sin descuido: la marquesa se esforzó siempre por compaginar deber y placer, con mejor o peor fortuna. ¿No he dicho ya que era sabia? Pues lo fue, sin duda, no sólo cultivada o lista. En sus aposentos nunca faltaban cuatro o cinco mesas cubiertas de libros abiertos, infolios, apuntes, cálculos… cada una de ellas dedicada a uno de los estudios que tenía en marcha. En todos sus retratos famosos (el de Choisel, el de Marianne Loir…) aparece con el compás en la mano. Tradujo La fábula de las abejas, de Mandeville, y escribió un libro de divulgación, Instituciones de física, para su hijo de doce años, en el que combina la metafísica de Leibniz con las nuevas ideas de Newton. ¡Ah, cómo se resistían a las ideas de Newton los académicos franceses! Oponían los torbellinos de Descartes a la acción a distancia y malentendían el resto. La marquesa, defensora elocuente de las novedades newtonianas, polemizó sobre las «fuerzas vivas» con el secretario de la Academia de Ciencias, un soberbio pelmazo llamado Dortous de Mairan. ¡Ella, una simple mujer, que por tanto no podía entrar en la docta casa! El doctor Dortous trató de apabullarla con mucho desdén y pocos argumentos desde su elevado cargo, recibiendo el inequívoco revolcón por parte de su adversaria, que le pulverizó tras advertirle, memorablemente, al comenzar su respuesta: «Yo no soy secretario de la Academia, pero tengo razón, que es algo que vale más que todos los títulos…».
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