El masón, debe ser una persona tranquila, sometida a las leyes del país donde esté establecido y no debe tomar parte ni dejarse arrastrar en los motines o conspiraciones fraguadas contra la paz y contra la prosperidad del pueblo, ni mostrarse rebelde a la autoridad inferior, porque la guerra, la efusión de la sangre y los trastornos, han sido siempre funestos para la Masonería …..
Lo anterior es el comienzo del Artículo II de las Constituciones de Anderson (De la Autoridad Civil Superior e Inferior), texto supremo, inmutable e inviolable por todos aquellos que se revisten de una pretendida regularidad, autoconcedida y excluyente, como si quienes no estamos en el mismo pensamiento fuésemos una especie de apestados usurpadores de una simbología que, en el fondo, no pertenece ni a unos ni a otros, porque no deja de ser patrimonio de toda la humanidad, desde siempre y para toda la eternidad.
En cualquier caso, y desde el punto de vista que nos interesa, las relaciones entre las y los masones y el poder establecido, el texto de Anderson resulta claramente contradictoria ya que de da por supuesto que la autoridad inferior (supongo que la otra, la superior, será aquella que emana de algún ente supra-humano y por ende más cerca de la fe ciega, y reducido al espacio privado en el que se guardan las más íntimas creencias o su carencia) trabaja siempre en favor del pueblo, en cuyo caso nada habría que objetar al texto, aunque como todos sabemos esto es algo que muy pocas veces sucede, y que por tanto lo que se debe analizar es qué hacer cuando esa autoridad trabaja en contra de aquello que debería ser lo natural.
Abundan los pensadores que sostienen que la primera obligación del gobernante es sentar las bases para que cualquiera pueda acceder al máximo grado de felicidad que le sea humanamente posible. La propia Constitución Internacional de nuestra Orden proclama en sus fundamentos nuestra vocación en pro de sociedades más felices. La realidad nos demuestra de manera sistemática, y salvo contadas ocasiones, que esto no es así, y que por tanto la primera obligación de quien sea masón será oponerse a cualquier gobierno que olvide ese sagrado «deber de hacer» hoy, no mañana, ni más tarde, todo lo posible para que la ciudadanía camine hacia ese ideal de felicidad.
En nuestro país, ahora mismo, el camino se está haciendo a la inversa y es por tanto nuestro deber moral denunciar este estado de cosas. No debería la o el francmasón pararse demasiado en mientes en analizar las consecuencias personales de sus actos de rebeldía, actuar así supondría de inmediato la parálisis absoluta. Tampoco es necesario que adopte actitudes heroicas, ni lanzarse por el camino de la violencia, aunque tal sea con el loable propósito de detener la generada por un sistema que basa su existencia, y pervivencia, en la utilización de ésta de una forma sutil, aunque no siempre.
¿Qué hace entonces? Tenemos, los miembros de la francmasonería una poderosa herramienta. La fuerza de la palabra y la formación en la reflexión, con ambas se debe tratar de generar un estado de opinión proclive a promover, de manera pacífica, la caída de eso que algunos llaman «el sistema» y otros «los mercados».
Sigamos a Anderson y no nos dejemos arrastrar, no por motines que el poder no se amotina, pero sí por quienes se empeñan día tras día en fraguar la violencia, y acrecentar la prosperidad de unos pocos en detrimento de la mayoría. Opongámonos a sus dictados cuando se trate de callar, y mostrarse sumisos, ante un poder que nos lleva en la dirección contraria a la que nos marca nuestra ética y nuestra filosofía vital enmarcadas en la divisa Libertad, Igualdad, Fraternidad, y en nuestro mandato de trabajar por el Progreso de la Humanidad.
Pero en todo este proceso no olvidemos una cuestión fundamental, la masonería es una sociedad iniciática y su primera tarea es, por tanto, interior, personal.
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