Cuando Georges Martin escribió el primer ritual de la nueva obediencia mixta, la «Gran Logia Simbólica de Francia, el Derecho Humano» en 1895, no olvidó incluir la aclamación ritual: «Libertad, Igualdad, Fraternidad» en la apertura y el cierre de los trabajos. Esta trilogía, heredada de las revoluciones francesas (de 1789, 1830 y 1848) encuentra su fuente en la filosofía de las Luces de la que somos herederos (digan lo que digan sus actuales detractores).
De esta trilogía, es el primer término, el de «Libertad» el que aquí nos ocupa.
¡No es el más fácil de abordar! Paul Valéry hace notar que la palabra Libertad «es una de esas detestables palabras que tienen más valor que sentido; que cantan más de lo que hablan, […] que ha influido […] en análisis ilusorios y sutilidades infinitas así como en afirmaciones que desencadenan el trueno» [Miradas sobre el mundo actual].
Por tanto el concepto de libertad parece indicar una evidencia: es el hecho de no sufrir ninguna restricción para un individuo, grupo, pueblo o país. Soy libre cuando puedo «hacer lo que yo quiero, cuando quiero y como quiero» –¡tal como dice una adolescente conocida mía!–.
Todos podemos constatar, sin embargo, que la realidad es más compleja y que el acceso a la libertad es difícil tanto en lo que respecta a las llamadas libertades políticas y sociales como a la libertad filosófica y espiritual a la que aspiran los francmasones.
De hecho podemos distinguir dos aproximaciones a la libertad: la libertad de «hacer» que concierne a la libertad de actuar, y la libertad de «querer» que concierne a la autonomía de la voluntad.
LA LIBERTAD DE HACER: LA INDEPENDENCIA
El sentido común más elemental nos lo sugiere: la libertad absoluta no existe. El individuo se enfrenta, desde su nacimiento, a un sinfín de limitaciones vinculadas a la realidad físicay biológica, así como a la presencia de otros.
Desde que llegamos al mundo, nuestra capacidad de acción se halla limitada por restricciones naturales y por la presión de las normas colectivas: «¡No hagas esto, no hagasaquello!». Todo lo que podemos reunir bajo el signo de la Ley, se trate de normas familiares, sociales o políticas: todo un conjunto de reglas y códigos a los que estamos obligados a someternos y que coartan nuestra libertad de acción.
El respeto a la LEY (aceptación de los límites de nuestro poder) supone que ésta se percibe como justa y legítima. En su defecto, nos queda la libertad de resistir, de indignarnos y rebelarnos (es decir, de situarnos «más allá de la Ley» y asumir las consecuencias).
La primera forma de coerción a la que se enfrenta el ser humano son los límites físicos en su relación con el mundo exterior. El cuerpo humano no lo puede todo. Aún cuando Rechazamos continuamente estos límites (a veces con actitudes éticamente discutibles…), ¡estos límites existen!
Es en la relación con el mundo físico donde el ser humano toma consciencia de los límites de su poder. ¡Y esto jamás le deja indiferente! Tras la primera piedra tallada a puñetazos por ambas caras, es decir, tras la intervención de la primera herramienta, el ser humano no ha cesado de inventar nuevos medios para convertirse en «maestro y dueño de la naturaleza» según la expresión de Descartes. Es lo que podemos llamar el «progreso».
Hoy que la creatividad humana se acelera, la humanidad toma conciencia de un nuevo límite, el de la arrogancia, es decir, el poder desmedido que ejercemos sobre la naturaleza y que está a punto de poner en peligro su sostenibilidad.
La idea de que lo que la técnica hace posible debe realizarse necesariamente (libertad de hacer) plantea enormes problemas éticos: devaneos peligrosos, intervenciones sobre el genoma humano, actividades contaminantes a largo plazo, y, pronto, el «transhumanismo», que se propone intervenir sobre el cuerpo humano para repararlo o aumentar sus capacidades.
Los francmasones de El Derecho Humano, que trabajamos «al progreso de la humanidad», debemos reflexionar activamente sobre los límites que la humanidad debe imponerse a sí misma en su empeño por «dominar la naturaleza».
De hecho deberíamos imaginar nuevas normas (Leyes) a fin de que el progreso no se reduzca al progreso de la tecnología y al crecimiento económico, sino que sea un progreso de la ética y de la responsabilidad.
Ya que, de hecho, la libertad de nuestras acciones, en tanto ésta no sea coartada por una voluntad y un poder arbitrario, tiene como corolario: la responsabilidad.
Ésta da por supuesto que nuestra voluntad, nuestra capacidad de decidir actuar, se encuentra en sí misma libre de todo límite interior (o simplemente interiorizada).
LA LIBERTAD DE QUERER: LA AUTONOMÍA
Muchos filósofos, desde la antigüedad, han planteado que cada acción es la consecuencia de una causa, de modo que para ser libre en nuestra decisión de actuar, deberíamos conocer la concatenación completa de las causas sucesivas que nos conducen a adoptar esa decisión. Ahora bien, esa certeza es imposible, por más perfectas que sean las herramientas de análisis: siempre habrá una causa anterior… ¡hasta el infinito!
Esta constante pone en tela de juicio nuestro «libre albedrío». Y por tanto, cuando actuamos, tenemos la sensación de estar guiados por nuestra propia voluntad: ¡ese es el caso cuando prestamos juramento bajo las tres grandes luces de la FM!
Nadie cuestionará en ese momento nuestro «libre albedrío»… Sin embargo sabemos hoy en día que gracias a los trabajos de psicólogos, psicoanalistas, sociólogos, etnólogos, hasta qué punto nuestros actos, aparentemente libres y autónomos, son inducidos, sin nuestro conocimiento, por causas de las que no tenemos la menor idea.
Estas causas son de orden principalmente psicológico, también cultural, inmersas en prejuicios, clichés y reflejos adquiridos por la educación y el ambiente originario o elegido.
No olvidemos tampoco las muchas manipulaciones de las que somos objeto por los medios de comunicación, la publicidad, la propaganda y otros mecanismos más o menos sutiles que orientan nuestras decisiones.
Igualmente hay que recordar las experiencias de Stanley Milgram (¡recientemente renovadas con idénticos resultados!), que demuestran que en presencia de una autoridad percibida como legítima, nos inclinamos a obedecerla y a cometer actos que de otra forma consideraríamos moralmente reprobables.
La primera forma de coerción a la que se enfrenta el ser humano son los límites físicos en su relación con el mundo exterior. El cuerpo humano no lo puede todo. Aún cuandorechazamos continuamente estos límites (a veces con actitudes éticamente discutibles…),¡estos límites existen!
Es en la relación con el mundo físico donde el ser humano toma consciencia de los límites de su poder. ¡Y esto jamás le deja indiferente! Tras la primera piedra tallada a puñetazos por ambas caras, es decir, tras la intervención de la primera herramienta, el ser humano no ha cesado de inventar nuevos medios para convertirse en «maestro y dueño de la naturaleza» según la expresión de Descartes. Es lo que podemos llamar el «progreso».
La historia, incluso la más reciente, abunda en ejemplos de histeria colectiva, de condicionamientos ideológicos que aniquilan la capacidad de pensar libremente de aquéllos que componen estas masas exaltadas y otros fuera de ellas.
Nosotros nos creemos libres y sin embargo llevamos dentro de nosotros mismos, por construcción (cultural), una serie de esquemas y condicionamientos de los que no tenemos consciencia.
Entonces ¿debemos concluir, a instancia de ciertos filósofos, que estamos enteramente determinados en nuestras acciones, como parece sugerir la psicología llamada de lo profundo, o bien que estamos enteramente sometidos a nuestros condicionamientos, como presupone la sociología o, más aún, que un «poder» externo origina nuestras decisiones, como afirman ciertas teologías?
Es innegable que nuestra libertad de actuar e incluso de pensar está influenciada por todo tipo de condicionamientos que debemos a nuestra educación, pero sobre todo a nuestra ignorancia.
En este sentido, nuestra educación y todos los condicionantes a los que nos hemos sometido a lo largo de nuestra vida, dirigen, o al menos influyen y orientan nuestras opciones de acción.
Por poner un ejemplo trivial, nuestras decisiones en torno a la forma de vestir están ampliamente influenciadas por la publicidad, que condiciona la moda. De este modo, la adolescente que reivindica libertad absoluta, está convencida de hacer una elección libre al llevar el cabello largo y ropa cuasi identitaria, a través de lo que se percibe como el efecto de la publicidad, el deseo de identificarse con un determinado grupo o franja de edad (¡entre otros!).
En este punto del razonamiento podemos preguntarnos si realmente existe la libertad «pura». Pero tal vez no sea esta, realmente, la pregunta que nos debemos hacer. La cuestión podría ser: ¿cómo puedo liberar-me? ¿cómo puedo identificar las limitaciones y condicionamientos ideológicos, culturales, sociales, con el fin de asumirlos, corregirlos e incluso rechazarlos?
Para ello debemos hacer retroceder nuestra ignorancia: un a priori identificado es un a priori superado. Debe ser precisamente rechazado como a priori, transformado en saber positivo una vez que lo hemos reconocido, analizado y profundizado.
Todo el trabajo del francmasón, pienso yo, tiene como objetivo hacer retroceder la propia ignorancia a fin de construir-se una conciencia clara y lo más nítida posible, y que le permita tomar decisiones responsables. Su libertad consiste, entonces, en asumir los errores que puede cometer considerando que no ha conseguido apartar muy lejos su ignorancia. No le queda otro remedio que retomar el mallete y el cincel para continuar la búsqueda.
El método masónico, hecho de diálogo controlado, de reflexión sobre el simbolismo, que se debe en gran parte a la interpretación y a la búsqueda de raíces profundas, hecho de esfuerzos de comprensión de uno mismo y de los demás; este método – sin duda constructivo – conlleva en su propia naturaleza los mecanismos que nos han de ayudar a andar un poco el camino hacia la conquista de nuestra propia libertad interior.
J.F. (Federación francesa)
Tomado del Boletín Internacional de Le Droit Humain nº 39
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