Hoy tenemos en España una situación jurídica ambivalente respecto de la Iglesia católica y el Estado. Éste se dice aconfesional, y por ello se le supone independiente de las iglesias por lo indicado en el art. 16.3 de la Constitución de 1978, sin que en la práctica ello suponga una separación efectiva tal y como se entiende en un Estado laico.
Es frecuente considerar que existe esa separación sin recordar que el art. 16.3 está de facto mediatizado por el Concordato con el Estado vaticano de enero de 1979, que negociado en paralelo con la Constitución deja sin efecto el “aconfesionalismo” del Estado, pues si por fechas el Concordato es constitucional por su negociación, desarrollo del contenido y aplicación es anticonstitucional; sin que esta la fecha ningún Gobierno se haya atrevido a desenroscar esa pescadilla. Bien por convicciones o por cálculo electoral.
Hoy el debate está en que ninguna concepción religiosa pueda imponer su criterio moral a la ley. Si la religión puede indicar qué es “pecado” a sus adeptos, no puede trasladarlo como delito a la ley. Y en esta premisa básica se sustenta el principio de la necesaria laicidad del Estado como garantía para toda la ciudadanía; haciendo buena la cristiana premisa de Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Lamentablemente, las anunciadas modificaciones de la Ley de Libertad Religiosa de 1980, aunque la ley fue archivada a última hora, no presagiaban nada bueno. Y la propuesta de este mismo año de Ley de libertad ideológica, religiosa y de culto presentada por Entesa pel Progrés de Catalunya deja bastante que desear.
Históricamente ha sido la religión la responsable de organizar a los grupos en la lucha de unas creencias contra otras. Organización que se quebró con las primeras Constituciones emanadas de la Revolución francesa y que recogen un marco no excluyente de nadie por sus convicciones ideológicas o religiosas, protegiendo a todos de la intransigencia de los otros; pues como escribe Todorov en Memoria del mal: “pertenecer a una comunidad es, ciertamente, un derecho del individuo pero en modo alguno un deber; las comunidades son bienvenidas en el seno de la democracia, pero sólo a condición de que no engendren desigualdades e intolerancias”
El laicismo establece un marco de igualdad en derechos y deberes, marca y protege los límites de actuación sean cuales sean las creencias, y son las religiones quienes tiene que adaptarse a las leyes y no a la inversa. En ningún caso una creencia puede modificar una ley civil o ser excusa para el incumplimiento de las obligaciones que como ciudadanos tenemos.
El laicismo no es sólo una declaración de la necesaria separación del Estado y las confesiones religiosas, es, además, una declaración de los derechos y deberes a todos sin que sectarismos ideológicos puedan derivar en privilegios; en la línea de lo que Luc Ferry vio como “… la emancipación de lo político en relación con lo religioso, la erosión de las tradiciones que se ha producido desde hace más de tres siglos en Europa -y que caracteriza a la laicidad- es un trabajo tan fundamental que lo esencial es irreversible. Al menos tan irreversible como lo es la democracia misma”. Hoy, y a la vista de cómo van las cosas, se me antoja muy optimista esta visión. Lamentablemente.
Pero para que esa irreversibilidad sea un hecho incontestable necesitamos que creyentes y no creyentes lleguen a un acuerdo básico de convivencia que supere las divisiones ideológicas y religiosas, de modo que la igualdad de derechos y la libertad ideológica sea la mejor garantía para todos; a unos para sentirse libres de manifestar su creencia y a otros para no verse obligados a seguir normas morales impuestas, y a todos la obligación de cumplir las leyes. Eso es la democracia laica: la garantía de protección de todos los derechos y la obligación de cumplimiento de las leyes por todos.
He dicho,
Ricardo Fernández.
Realmente la revolución de la independencia de los Estados Unidos y su declaración de derechos humanos es anterior a la revolución francesa, la revolución francesa, de hecho, se inspiró en lo que acababa de ocurrir en el continente americano. La declaración de derechos humanos de la revolución francesa se inspiró en la estadounidense,..