La irrupción de nuevos agentes políticos en Ayuntamientos y Comunidades Autónomas está poniendo de manifiesto que es es posible comenzar a dar pasos hacia una sociedad laica, y ello a pesar de los múltiples palitos que los de siempre se empeñan en poner en las ruedas de este cambio que se debería haber realizado hace cuarenta años y que, sin saber muy bien porqué, se ha venido demorando hasta la fecha en que irrumpe de una manera aún tímida, a pesar de los ríos de tinta que las tímidas acciones en pos de su implantación venos un día aquí y otro allá; casi al mismo tiempo que seguimos asistiendo a lo de siempre y realizadas por corporaciones de todo signo político.
La separación, la diferenciación clara de lo civil y lo religioso no debería suscitar el menor temor en nadie, ser noticia ni, por supuesto, convertirse en tema que acapare portadas, espacios y minutos en prensa, radio y televisión. Puede estar tranquilos los creyentes porque en España la religión disfruta de mayores cotas de libertad que muchas expresiones civiles, poco del gusto de quienes nos gobiernan a golpe de «manto de santa Teresa» o encomendándose a la primera Virgen a la que le «cae» a una medalla a cualquier mérito civilo militar.
No es el laicismo expresión excluyente, sino más bien al contrario uso inclusivo para que todas las personas con independencia de sus «creencias/no creencias» puedan sentirse perfectamente integradas en unas sociedades cada vez más plurales. Ahora bien, este espíritu inclusivo no debería ser utilizado para defender determinadas actitudes que chocan con lo que deberíamos considerar el primer mandato de cualquier sociedad civil, el respeto a los Derecho Humanos y que, siempre deben estar por encima de cualquier consideración de tipo religioso.
Las creencias no pueden ser el parapeto tras el que se escuden quienes niegan derechos a algún colectivo por la razón que sea y, de forma especial y mayoritaria, las mujeres suelen ser el principal grupo afectado por la imposición de normas que ni tan siquiera tienen un soporto teológico más allá de perpetuar la dominación de las mujeres por los hombres.
Laicismo no es, tampoco, anticlericalismo aunque sí defensa a ultranza de la separación de algo que nunca debió caminar de la mano, lo humano y lo divino. Las sociedades deben atender a defender la pluralidad y heterogeneidad de sus miembros defendiendo, por supuesto, el derecho a practicar de forma privada los ritos de las diferentes religiones y sin que este derecho suponga que deba estar sostenido por el Estado ni que, como se ha dicho, se pueda nadie escudar en sus preceptos para imponer la menor discriminación entre las personas.
Es bueno, creo, recordar la máxima evangélica de «dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César», máxima que suelen olvidar con demasiada frecuencia los prohombres de la iglesia que sigue, precisamente, los dictados de los libros en los que se contiene.
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