Cuando visité por primera vez el Cementerio Civil de Madrid buscaba con interés las tumbas masónicas que allí había no sin dificultad. Solo hay dos que se pueden distinguir fácilmente. Una de ellas es la de un joven estudiante, muerto en uno de los muchos disturbios que jalonan nuestra historia política y del cual ahora no me acuerdo. La otra se vislumbraba a través de espesas enredaderas que han debido protegerla y ocultarla. Al igual que ha ocurrido con otros monumentos masónicos que había en nuestra ciudad, nuestros signos fueron borrados por el régimen franquista en un vano intento de borrarnos de la Historia. Curiosamente, en aquel cementerio olvidado y destartalado solo quedaban en pie las columnas rotas. Este símbolo inusual y ausente tanto de nuestros Templos como de nuestros manuales y por tanto desconocido para nuestros enemigos, ha perdurado para señalar, por encima del paso de los años, donde yace un masón.
Las pocas veces que me he encontrado representada en libros o revistas masónicas una columna rota iba siempre acompañada de un hombre viejo alado con barba, guadaña y reloj de arena, y una muchacha leyendo un libro y portando en la mano izquierda una rama de acacia. Se ve claramente que es un símbolo funerario. El tiempo y la esperanza acompañando al masón caído.
Entre las tumbas hay una paradigmática, la de José Mártinez Guerricabeitia, fundador de Ruedo Ibérico en 1961 en París. Esta editorial fue esencial para la oposición al régimen dictatoria. Si embargo la tumba está siempre como «aislada» de los circuitos. Una única Rosa sobre ella, permanente. Jose Mártinez Guerricabeitia murió en Madrid solo y abandonado…