En estos días se están poniendo en evidencia distintas cuestiones que, como francmasones no pueden dejar de preocuparnos. La primera de ella es que cuando en una sociedad democrática aparecen sospechas de no independencia entre el poder legislativo y el judicial algo no parece marchar como debe. Segunda, que cuando la ciudadanía de un país sale a la calle para enfrentarse a un poder que debe garantizar la justicia tampoco parece que la cosa marche bien. Una vez más, la ciudadanía se adelanta o se enfrenta a leyes y sentencias para mostrar el camino por el que será necesario caminar y abrir el sendero por el que transite la igualdad, la justicia y la fraternidad.
¿Qué ha pasado o está pasando en la sociedad para que haya podido darse esta situación en la que una mujer es violada por cinco hombres y la justicia encargada de emitir sentencia dictamina contra ella, la victimiza? ¿Qué sinrazón puede considerar el atropello de cinco hombres preparado previamente y a la caza de su víctima abuso y no violación? ¿Qué fuerzas alejadas de la luz inspiran los comportamientos de una sociedad violenta, que sigue discriminando, marginando, asesinando, violando, explotando y humillando a la mitad de la población por el mero hecho de ser mujer? Una sociedad que hunde sus raíces ancestrales en un profundo marco de desigualdad entre hombres y mujeres. Y, por ende, de privilegios.
Una sociedad desigual es una sociedad de privilegios estructural y ajena al reconocimiento universal de los derechos. Porque, como sostiene Marcela Lagarde, si no son feministas los derechos no son derechos. Desigualdad que se traduce en violencia, discriminación y violación de derechos humanos contra la parte social que sufre desigualdad, esto es, la mitad de la población. Más allá de lo ocurrido con el mediático caso de la Manada no podemos olvidar que casi cada día se comete el asesinato de una mujer. Una situación de violencia extrema e intolerable que en estos días mostró la cara del horror y que no es sino la punta de un iceberg que hunde sus raíces en la desigualdad de género y en una sociedad marcada culturalmente
por el dominio de la mitad de ella sobre la otra mitad: prostitución, vientres de alquiler, discriminación laboral, salarial, social, política, limitación del derecho a decidir sobre su maternidad, limitación de la participación en la vida pública, la tendencia a ocupar los puestos más bajos o tener que demostrar una doble valía para aspirar a los mismos puestos, la dificultad de mantener el trabajo que está llevando a muchas mujeres a situaciones de pobreza o dependencia económica, las dificultades para alcanzar un auténtico desarrollo profesional o personal, la eliminación de las políticas públicas de apoyo a la dependencia, la conciliación o la corresponsabilidad… están en la base de la violencia que se ejerce contra las mujeres.
Obviamente, podrá argumentarse que no todas las mujeres viven bajo esa realidad, que no todas son afectadas por tales situaciones, pero mientras existan mujeres que la vivan, la tarea estará inconclusa. De nada serviría negar esta realidad. Y de nada serviría no intentar cambiarla. Nuestra enseña: la de nuestros hermanos en la Ilustración y que no nos cansaremos
de repetir: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Tan vivas hoy como lo fueron en su nacimiento.
Una urdimbre indisoluble porque sin Igualdad la Libertad es un privilegio del más fuerte; sin Libertad, la Fraternidad queda constreñida al ámbito del que está al lado, del que conozco. En cualquier caso, el concepto de universalidad desaparece.
Sin embargo, no estamos ante un dilema contrapuesto en el que dos mundos estén enfrentados. Más bien es todo lo contrario. El mundo patriarcal fundado sobre la discriminación, la desigualdad y la apropiación de los bienes comunales exige el mantenimiento de la guerra y la violencia para subsistir. El patriarcado dividió a la sociedad en dos mundos antagónicos dotando de prestigio y poder a uno de ellos al que elevaba al ámbito de lo público mientras el otro era llevado a la esfera de lo privado, de los cuidados y las emociones. Es necesario transformar esas bases, hoy ya insostenibles. Pero transformación no es sinónimo de sustitución o alteración. Esa transformación exige la concurrencia de hombres y mujeres empujando en la misma dirección, uniendo sus manos libres e iguales.
YO no quiero ponerme en el lugar en el que TÚ estás llevándote a ti al lugar en el que YO estoy. Quiero que ambos tengamos las mismas posibilidades de llegar libremente a donde cada uno elija estar. Pero TÚ, hombre, que históricamente has detentado el poder, debes renunciar a seguir manteniéndolo. Debes ponerte a mi lado, reconocer que el sexo es una cualidad estricta y meramente biológica que no otorga privilegios. Ni delante ni detrás. A mi lado. Sólo así, partiendo de la Igualdad, la Libertad será universal y la Fraternidad una argamasa sólida que sostenga el nuevo edificio de una nueva humanidad.
La tarea que tenemos por delante, y que tiene una aliada de primer orden en la educación y la formación de las generaciones futuras, exige levantar juntos una muralla a la discriminación, a la desigualdad, a la injusticia, para intentar volver a reconstruir juntos un nuevo mundo ilustrado e igualitario, pues en algún punto el eslabón que nos llevaba a él se perdió. Un nuevo mundo en el que lo público y lo privado se fundan en una única realidad universal.
Luz M.
excelentes reflexiones.si todos los seres humanos despertaramos nuestros niveles de consciencia y actuaramos conscientes de que estamos conscientes y dejaramos de actuar de una forma tan mecanica,seguramente tendriamos un mundo mejor:.