Hace años, en la noche del destino,
oíamos el viento sobre el mundo.
La inmensa libertad –madre severa-
nos rodeó como lo hubiera hecho
una horda violenta de incertidumbre y frío.
Por combatir el frío, pensamos un refugio
y convertimos el refugio en casa,
y la casa en iglesia, y la iglesia en castillo
y la mirada en bestia vigilante.
En su fondo encerramos un vacío:
la zona más feroz de nuestras dudas
le hizo un sitio a la cárcel, igual que la tristeza
va cavando rincones para el odio. Despacio,
muy despacio, inventamos los himnos necesarios,
canciones que consuelan en la noche y acarician
la seca piel del miedo.
Un uniforme se hizo imprescindible,
pues contaban que más allá del río
unos hombres sin nombre, sin castillo
ni cárcel ni rutinas ni esperanza
miraban desde el llano nuestras casas.
Llegaban con sus ojos inquietantes
hasta la verde línea de las aguas
y codiciaban nuestra indiferencia.
Debíamos distinguirnos de esos hombres
y defender lo hecho.
Ella cosía con manos de novia
y esperaba de mí y por mí, y sufría.
Así que me vestí de combatiente.
No sé de cuántas guerras volví triste,
cuántos hombres distintos he matado
o si acaso he matado siempre al mismo.
Sólo recuerdo a uno. Nos miraba
desde el hambre y el frío de la nada,
perplejo y desarmado.
Dicen que le he matado sin motivo
porque aquí ya no queda apenas nadie
que entienda cómo hiere
ver a lo lejos a un pobre hombre libre.OLGA BERNAD
28 de octubre de 2011
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