Entonces, llegó Voltaire

Ella le admiraba desde tiempo atrás, disfrutaba con su teatro (por difícil que hoy pueda parecernos) y veía desde lejos el fulgor de su encanto social, nimbado por el escándalo de los devotos y el desdén de la nobleza chapada a la antigua. Después se encontraron en la Ópera, una amiga servicial preparó una cena íntima y a partir de ahí, el uno para el otro… sin dejar de ser cada cual para sí mismo, desde luego. Émilie tenía veintiocho años, Voltaire cuarenta. En el castillo familiar de Cirey se prepararon un refugio de estudios y amores, con la benévola comprensión del tolerante marqués. ¡Compartían tantas cosas! Ambos apenas comían, les bastaba con dormir tres horas, pero no paraban de charlar (a menudo en inglés, para guardar sus secretos), disfrazarse para hacer teatro, leer a los clásicos y sobre todo a los modernos, hacer experimentos de física y química, criticar a los pedantes y coquetear con todo el mundo. Voltaire la admiraba, de eso no cabe duda: nunca tuvo un amigo más inteligente ni mayor complicidad con nadie. También sentía algo así como una rara ternura (¡él, tan seco, tan cáustico!) por su lado convencionalmente femenino, aficionada con exageración a las joyas, perifollos y potingues de maquillaje. La llamaba «Madame Newton-Ponpón», a la vez la más erudita de la clase y la que soñaba con que todos los chicos la sacasen a bailar. Cuarenta años más tarde, en su dormitorio de Ferney, a la cabecera de su cama, el gran iconoclasta sólo tenía como estampa que velase su sueño el retrato de la marquesa de Châtelet.

En dos cosas, empero, diferían sustancialmente y ambas eran pasiones de Émilie no compartidas por Voltaire. Primero, la afición al juego de naipes, que estuvo a punto de arruinarla más de una vez y que a él le parecía una pérdida de tiempo pero sobre todo de dinero (Voltaire tenía muy desarrollado el instinto comercial). Y desde luego la entrega al arrebato erótico, que en ella era una vocación desbocada y en él sólo una serie de amables pasatiempos. En su Discurso sobre la felicidad, Émilie defiende ambos arrebatos precisamente por su carácter de desbordamiento emocional: «Pasiones tendríamos que pedirle a Dios si nos atreviéramos a pedirle alguna cosa… Supongamos, por un momento, que las pasiones hagan a más personas desgraciadas que felices; digo que, aun así, seguirían siendo deseables, porque es la condición sin la cual no se pueden gozar grandes placeres; y no merece la pena vivir si no es para tener sensaciones y sentimientos agradables; y cuanto más vivos son los sentimientos agradables, más felices somos». De modo que cuando se convenció de que Voltaire, pese a su tierno afecto, le hacía menos caso que a Federico de Prusia (que cuando invitaba al filósofo especificaba que fuera solo: en Sans-Souci no entraban ni curas ni mujeres) o a su lasciva sobrina Madame Denis, comprendió que había que buscar la pasión en otro lado. Y así llega a su vida Saint-Lambert, diez años más joven que ella, un pisaverde bonito al que se entrega con un entusiasmo amoroso que primero le halaga y luego le asusta. Para colmo, el muy torpe la deja embarazada. A su edad, en aquella época, es mal asunto. Sin embargo guarda para ella sus peores presagios y se apresura a acabar su magna traducción comentada de los Principia, de Newton. En septiembre de 1749 da a luz una niña perfectamente sana, pero ella muere de fiebre puerperal dos días después, a punto de cumplir los cuarenta y tres años.

El lector que se interese por esta mujer valerosa y genial debe leer su Discurso sobre la felicidad. La edición en castellano de Isabel Morant (editorial Cátedra, colección Feminismos, 1996) cuenta con una excelente introducción y va seguida de una selección de su correspondencia. Este año, la editorial Nivola ha publicado una breve biografía con simpáticas ilustraciones, pensada para un público adolescente como cualquiera de nosotros, escrita por Élisabeth Badinter y Jacqueline Duhéme: Las pasiones de Émilie. Yo he tomado prestado el título -llamativo pero algo reduccionista- de este artículo a Gilbert Mercier, autor de la biografía (ligeramente) novelada Madame Voltaire, editorial de Fallois, París, 2001. Por lo demás, la recuerdo -es decir, imagino que la recuerdo- cualquier noche en sus aposentos de Cirey, trabajando compás en mano y pluma de oca en ristre a la luz temblona de los candelabros. En su dedo anular lleva la sortija de cornalina cuya piedra cede a una pequeña presión para descubrir el minúsculo retrato secreto, que primero fue el del marqués de Châtelet, luego el del conde de Guébriand (por cuyo abandono estuvo a punto de suicidarse), más tarde el del sabio Maupertuis, y el del duque de Richelieu, y sin duda el de Voltaire, desplazado luego por la efigie del fatal Saint-Lambert… Lances del corazón, que nos hacen a la par felices y desdichados. Pero, frente a ella, esta madrugada, se abren los volúmenes del amor que no traiciona, el de sir Isaac Newton. Y por el abierto ventanal vemos brillar las estrellas, aparentemente ingrávidas pero racionalmente graves, muy graves… ¡Chiss, salgamos sin hacer ruido, la marquesa estudia! Buenas noches, Émilie.

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